martes, 22 de julio de 2014

Fracaso deportivo

Llegamos a la mitad del año y, casi sin querer, me encuentro realizando un balance sobre mis objetivos para este año: los que me había fijado, los que cumplí, los que fueron apareciendo, los que aún no concreté. De esta forma, me di cuenta de los grandes avances (grandes para mi*) que realicé hasta el momento, particularmente, algo que me llevó mucho más que sólo un año: por fin estoy haciendo deporte. Sí, yo sé que con ésta afirmación mi reputación se hunde peor que el Titanic y quedo como la gran vaga de por vida (cosa que en realidad tampoco es tan errada) pero permitanme explicar más detalladamente el por qué de lo que digo.

Desde que nací, toda mi vida fui una ojota y, lo que es aún peor, soy la ojota dentro de un local de zapatillas. Así como leen, si hay algo que siempre caracterizó a mi familia es su predisposición natural hacia el deporte. Mis abuelos era dos acróbatas de circo de primera, mi madre una bailarina frustrada que ahoga sus penas en clases de aeróbica que sólo ella logra soportar (porque en lo que a mi respecta, la única vez que la acompañé terminé como un tomate asmático), después está mi padre, incurable enfermo por cualquier deporte que involucre el uso de una pelota; y finalmente mis hermanos: por un lado está el más grande, un apasionado por el basquet; por el otro, la más pequeña, quien resultó ser la Romerito del handball. En todo este linaje de deportistas natos se preguntarán ¿qué hace un bicho de biblioteca como yo en una familia como ésta? Esa es justamente la pregunta que tengo en mente desde que asumí, por desgracia a una muy temprana edad, que llegué al mundo con dos pies izquierdos.

El primer síntoma de mi patético caso de inutilidad física apareció cuando mi mamá intentó, en vano, proyectar su sueño de bailarina profesional en mi pequeña yo de seis años y me anotó en una prestigiosa escuela de baile. El resultado de este experimento fue que, mientras todas las otras nenas salían ansiosas por comprarse su primer tutú, yo abandoné el lugar con mi mejor cara de angustia cerebral, decidida a no volver a pisar el establecimiento en los años que me quedaran de vida.

Mi fracaso deportivo fue aumentando con el correr del tiempo, lo que se podía apreciar cuando llegaba mi boletín al final de cada trimestre y, por entre los dieces y nueves que obtuve durante toda mi educación primaria y secundaria, aparecía un forzoso siete bajo la cuadrícula de Educación Física, el cual estoy segura que los profesores me regalaban sólo para no arruinarme el promedio final.

No me malentiendan, no es que nací odiando el deporte, sino que los seres humanos tendemos a alejarnos de aquello en lo que fallamos (o esa es mi teoría). Así es que no me culpen ya que, después de todo, es mi naturaleza.

Sin embargo, pese a las varias humillaciones que cometí en mi vida gracias al deporte, este año decidí intentarlo una última vez, probablemente más por una cuestión de salud que por otro cosa. Confieso que cuando se me mete una idea en la cabeza, me ensaño tanto que en ocasiones llegó a ponerme insoportable... Habiendo dicho esto podrán imaginarse como tenía a mi pobre madre. Finalmente, en Marzo me anoté en clases de nada menos que acrobacia sobre telas pensando que, quizás, había heredado algo de la habilidad de mis abuelos.

Hoy, cuatro meses después, puedo decir que me encuentro feliz en mi estado de "flaca voladora", como me apodó mi familia. Por supuesto, no creo estar para el Cirque du Soleil aunque, por lo menos, no hubo ningún hueso roto (todavía).

Eso sí, en el árbol genealógico, sigo siendo el bicho de biblioteca.


*"Cosas chicas para el mundo, pero grandes para mi" dijo alguna vez el grandioso Benedetti

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