Supongo que más de uno habrá escuchado alguna vez esta conocida frase, principal protagonista de los cartelitos que la gente suele colgar en Facebook. El punto es que fue en ese momento cuando comprendí la finalidad de semejante bullicio: querían incitarnos a reflexionar sobre el materialismo atroz con el que vivimos día a día y, lo que es todavía peor, la normalidad con la que lo aceptamos. Por mi parte, esta situación me hizo pensar particularmente en la adicción a la tecnología que se viene gestando en las sociedades desde hace mucho más de lo que imagino.
Hoy en día nos resulta inconcebible comprender cómo las personas podían vivir sin un celular o sin internet hace veinte años atrás, necesitamos con desesperación estar conectados constantemente con lo que nos rodea a través de nuestras tablets y smartphones cuando la verdad es que, a mi parecer, de esa forma sólo nos desconectamos más y más del mundo real. Nuestras vidas giran en torno a los medios masivos, estamos atrapados en una red cibernética global que nos consume y nos enajena de lo verdadero, lo tangible, las cosas importantes que nos perdemos diariamente por concentrarnos únicamente en si me clavó el visto o cuándo fue su última conexión.
En mis cortos años de vida, fui testigo de la decadencia de la comunicación humana directa. ¿En qué momento el celular se volvió más importante que nuestras propias voces? ¿Cuándo fue que dejamos de comunicarnos cara a cara para entregarnos a algo tan frívolo como la tecnología? Desde hace tiempo se perdieron las miradas, el placer de conectarnos sin más medios que nuestros propios ojos. Si entramos a un bar, podemos observar que la mayoría de las parejas (aquellas que todavía eligen salir a compartir una cena y no se quedan en casa mirando Netflix) no se miran, no se toman de las manos, sino que están absortos en las enormes pantallas de las que se regodean. Se envían imágenes, comentan las tendencias mundiales y la foto que compartió fulanito. Lo mismo ocurre en las cenas familiares, no sólo los jóvenes sino ahora también los adultos quedan sumidos en sus teléfonos y la televisión; no se habla y se engulle con la mayor rapidez posible para así cada uno regresar a sus asuntos. Se perdió esa conexión o, mejor dicho, ese momento de desconexión.
No es que repudie los nuevos medios de comunicación ni mucho menos, yo misma hago uso de ellos como los demás. Las redes sociales, los teléfonos, son todos inventos maravillosos que han mejorado nuestras vidas en innumerables aspectos pero que, como todo, también nos han quitado. El problema, en mi opinión, no radica en nadie más que en nosotros mismos. Somos nosotros quienes debemos hacernos cargo de la sociedad que construimos, en la cual resulta más importante tener el último modelo de celular que reunirnos en familia los domingos al mediodía.
Es por ello que hoy invito a la reflexión, a los que están de acuerdo con mi postura y a los que no. ¿Cuándo fue la última vez que te sentaste a conversar frente a frente con tus hijos, tus hermanos? ¿Cuándo fue la última vez que les preguntaste cómo había sido su día? Desconectemos, paremos con esta forma de vivir que no es vivir de verdad y no nos permite disfrutar de los pequeños detalles cotidianos que hacen la vida más hermosa. Volvamos a mirarnos, encontrarnos con aquello que perdimos casi sin darnos cuenta. Después de todo, "las mejores cosas en la vida, no son cosas".
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